Crecer, exportar y crear trabajo: así resumiría más de un economista los tres pilares básicos del desarrollo económico.
Si aceptamos esto, la buena noticia es que en 2018 la economía crecerá por segundo año consecutivo (y por primera vez en 8 años). La mala noticia es que es más fácil crecer (por un tiempo) que exportar o crear trabajo del bueno, es decir, empleos no precarios que potencien las habilidades de nuestros trabajadores.
Entre diciembre de 2015 y octubre de 2017, el empleo asalariado privado cayó y se recuperó, para cerrar el ciclo con 7 mil empleos menos: los 266 mil empleos formales creados en el período fueron independientes (122 mil monotributistas y 75 mil monotributistas sociales), domésticos (24 mil) y públicos (63 mil).
Por su parte, nuestras exportaciones no se diversifican y siguen estancadas, tanto como porcentaje del producto (un poco por arriba del 10%, bien por debajo del 28% promedio de la OCDE) como medidas en volumen de ventas.
En otras palabras, dos de los tres pilares del desarrollo económico son hoy asignaturas pendientes.
Nuestra dificultad para venderle al mundo es una restricción al desarrollo. Necesitamos divisas para importar los insumos de nuestro crecimiento sin seguir endeudándonos. Una integración comercial inteligente solo es posible si exportamos más.
A la Argentina nunca le fue fácil exportar: en años buenos, nuestras ventas al exterior apenas superaron el 10% del producto. En 2002, aún con una histórica depreciación real del peso, nuestras exportaciones no crecieron en volumen; apenas se concentraron más en bienes primarios de la mano de la importación china.
Exportar es más que devaluar. Exige tener un menú de productos exportables, con escala, canales de distribución, knowhow exportador. Exige un nuevo modelo de negocios. El «modelo Malbec», versión vernácula del Napa Valley californiano, floreció tras la devaluación de 2002 porque venía siendo pacientemente elaborado desde principios de los años 90 por empresarios pioneros.
Exportar requiere también la conquista de nuevos mercados, una guerra de trincheras con resultado incierto. Es fácil exportar más de lo mismo; en cambio, la diferenciación hacia productos de alto valor demanda una apertura comercial que los países avanzados dan en cuentagotas y con condiciones.
Y, si bien es tentador apuntar a ser el supermercado del mundo (un negocio de grandes volúmenes y pequeños márgenes), nuestro desarrollo pide más: que seamos una tienda de delicatessen, un país premium.
La enseñanza de 2002 es útil para pensar el rol del tipo de cambio en el proceso de apertura: una depreciación abrupta del peso no lleva a exportar más, sino a importar menos, a expensas de la actividad y los precios. Por eso es ingenuo pensar que, en un marco de incertidumbre nominal, la reciente corrección del tipo de cambio resuelve nuestra competitividad global. El tipo de cambio importa menos como precio del presente que como señal del futuro.
La Argentina, ya sea por la diferencia de productividad entre sectores o por la hiperactividad fiscal, suele alternar largos períodos de apreciación con correcciones abruptas y muchas veces conflictivas del tipo de cambio. No sorprende, entonces, el sesgo mercado internista y proteccionista de muchos empresarios, desalentados por la volatilidad, el inevitable atraso cambiario y la falta de rumbo. ¿Cuántos reclamos empresarios son para pedir auxilio con la exportación y cuántos para pedir protección?, preguntaba, retóricamente, un funcionario en un debate sobre nuestra restricción externa.
El mensaje de que, cuando caigan la inflación y el déficit que hoy aprecian la moneda, el peso real flotará en un rango que permita subsanar deficiencias de competitividad con inversión y productividad, es esencial para incubar nuestro apetito exportador. También lo son los esfuerzos por reducir costos burocráticos y logísticos, y los avances para introducir algo de competencia en mercados de insumos y servicios históricamente concentrados.
Pero el desafío de la exportación excede estas medidas individuales y precisa de un verdadero cambio cultural para pensarnos como país exportador.
Tanto o más urgente que generar dólares es generar empleo. El desplazamiento desde actividades protegidas a otras nuevas más competitivas y menos intensivas en trabajo, y la automatización creciente de industria y servicios, destruyen y generan empleos. Pero, aún en el caso improbable de que la creación neta sea positiva, un puesto que se pierde en una actividad y lugar no se compensa con otro en otra actividad y lugar: como documentan varios estudios recientes, la capacidad de reconversión y movilidad del trabajador adulto son limitadas.
Por su parte, la tecnología, al reducir la demanda de las habilidades de nuestro trabajador promedio y elevar las de los más educados, fuerza a los primeros a competir por empleos de menor calificación, abriendo la brecha salarial y ampliando la desigualdad de origen.
Cada vez que se plantea este problema, la respuesta enfática es: más educación. Pero, si bien la educación es parte de la solución, está lejos de ser la respuesta perfecta para calmar las ansiedades laborales.
Para empezar, la oferta de educación no siempre genera su propia demanda. En la Argentina (y en América Latina), el aumento de los graduados del secundario en los últimos 10 años coincidió con un aumento de la sobre educación y una caída de la prima educativa (la diferencia salarial entre trabajadores con y sin secundario), síntomas de una versión contemporánea del síndrome del ingeniero taxista.
Puede que esto se deba al carácter elitista de nuestra educación, concebida como una larga autopista que va del primario al título universitario, sin salidas ni colectoras. La mayoría que se queda a mitad de camino se lleva poco para insertarse en el mundo laboral. Desde este punto de vista, más educación es repavimentar la autopista, pero también construir más y mejores colectoras.
Es ingenuo esperar que esta menor demanda de trabajo asalariado sea compensada por el emprendedorismo. Si este sector representa sólo el 8% del empleo en Israel, una startup nation con altísimo nivel de educación, es de esperar que en la Argentina tenga, en el mejor de los casos, una contribución marginal. Además, nuestro cuentapropista típico está lejos del paradigma del freelancer colaborativo; es un trabajador adulto, informal y precario, que exige respuestas que no se agotan en políticas de oferta como el microcrédito, la formación profesional o la reducción del costo laboral.
Después de todo, crear empleo es crear empleos, es decir, demanda. Tal vez sea hora de jubilar el mito de que las creadoras de empleo son «las pymes» (verdad inverificable, dado que, según las últimas definiciones, casi la totalidad de las empresas argentinas lo son), y especializar la promoción al crecimiento de las firmas, que suele ser lo que impulsa la creación de puestos de trabajo.
Aun así, no hay que perder de vista que el país tiene que crear trabajo para sus trabajadores, adultos de calificación media y baja que no volverán a la escuela. El boom de la economía del conocimiento difícilmente absorba a los migrantes de la industria textil.
Y no todos los trabajadores son iguales. Es probable que, para integrarlos socialmente y facilitar que sus hijos no reproduzcan la pobreza de origen, un número creciente de actores de la economía popular, racionados del mercado laboral, requieran empleos de baja calificación permanentemente subsidiados.
Exportar y crear trabajo para todos. Dos condiciones para el crecimiento sostenido. Dos consignas presentes en todos los debates. Dos frentes que aún no muestran señales de mejoría. Dos desafíos urgentes de la nueva etapa que comienza.
Fuente: La Nación